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Tomás Calvillo Unna

05/07/2023 - 12:04 am

El naufragio existencial

"El vértigo siempre presente al acecho de su culminante momento".

“Los náufragos y la nube”. Pintura: Tomás Calvillo Unna

I

Algo tienen de naufragio las nubes,

en sus fragmentos a la deriva,

en los cielos de la infancia

cuyos magos y reinas se han extinguido,

y en los nubarrones que advierten

de próximas tormentas.

II

El columpio,

el sube y baja,

la resbaladilla,

ya preveían los estados de ánimo:

las pausas, la espera,

el paréntesis,

los tres puntos;

ese lugar pasajero,

la estación donde la prisa duerme,

la sensación de que nada pasa.

III

La prudencia de la tasa,

en la alacena de los pendientes,

doma los ímpetus propios

de las tareas acechadas

por toda clase de entuertos;

a veces, minucias del apenas

a veces, irrumpe el desenfreno

sin decir agua va.

IV

La elegancia inherente a la vida

a la hora de partir

toma su lugar

sin importar el espectáculo;

se sabe única para cada quien;

sin triquiñuelas y solemne,

avizora un porvenir inaudito,

en la oscura región de lo inevitable.

Es un ejercicio sin edad,

del balance como pauta

y algo más…

el parámetro y el perímetro

para proseguir,

hasta donde se llega,

hasta el final,

como suele decirse

y creemos.

V

Saltamos entre las cuerdas

de los humores,

adictos del entretenimiento,

pretendemos ignorar

la guerra más relevante

e inevitable que nos espera,

en la frontera

entre la vida y la muerte.

VI

La cuerda de argumentos

para maniatar

con la definición

al día mismo;

prosigue en la semana

con su enjundia soterrada,

en espera de las fechas fijas.

VII

Enjambre de avispas,

hélices de instintos,

espirales en movimiento;

al apuntar el sol su escritura

durante sus primeras horas

en los gestos de las piedras,

donde reconocemos

el pétreo espejo

del ADN de la existencia.

VIII

La densa sombra

que comienza a dominar,

y los restos de luz

bajo los párpados que se cierran,

en esta línea intermitente,

que ya no se retira y se aproxima

a la batalla decisiva pospuesta.

IX

El tiempo expoliado,

la renuncia obligada,

el anhelo a la deriva,

la razón y el sueño,

inverosímiles;

la desaparición sin drama alguno,

la ausencia como hondura del ser;

y lo común extraordinario.

X

El abismo revelado

sin aspaviento:

esa puerta sin luz,

que ya no se abre ni se cierra,

inmersa en los confines habitados

sin pretensión posible;

el ánimo prófugo,

una pizca de viento

que azuza la seca hoja

a punto de caer;

la proporción desconocida,

el embalsamado inimaginable

de los cuerpos,

que raptaron el aliento por instantes,

y quedan a la deriva,

desintegrándose.

XI

El rigor que emerge de las entrañas

y ejerce las tareas rutinarias

de la desaparición,

arrincona y silencia,

borra el milagro mismo como anatema

y estruja con el peso de su rutina

sin consideración alguna.

XII

Es la rueda que tritura,

el polvo de oro

del ausente latido

que se pierde e ignora;

la nada que el mismo dolor abandona,

la nada que asemeja

un inexpugnable dominio.

XIII

El vértigo siempre presente

al acecho de su culminante momento.

Un desliz de imprudencia,

en la caída de los dientes,

ese despojo como afrenta

del ya estuvo,

y aún así el gesto heroico

y anónimo al enmudecer

ante el oprobio,

de la última mueca.

XIV

Y tan solo

unos momentos de concentración,

este respiro,

al detener toda clase de ademanes,

y ver la cruda fugacidad desplegándose

alumbrar la tenacidad de la memoria

en esta premura del abandono,

en el desierto

del principio y el fin

cuando anudan la cuenta:

la ternura invencible,

que sostiene este tránsito

que nos va borrando,

el poder de la inspiración

que es destino.

XV

El perdón es la conciencia del Uno;

su enigmática gratuidad,

la atómica red del karma

que estalla en nuestras manos

y deja su huella,

esas líneas en apariencia sueltas,

ya sin edad alguna;

la impresión de una profecía ajena,

que insiste en su presencia.

XVI

Los pasajeros inamovibles:

el nosotros que abarca

el singular y la multitud;

bíblicas remembranzas

de estatuas de sal,

que el soplo del mañana

extingue,

en la oquedad del tiempo;

esa quietud del olvido

que retorna al páramo

donde posamos nuestros nombres.

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